El
otoño viajaba en los abrigos con olor a armario que portaban los pasajeros que
se entrecruzaban en un laberinto de sueños, prisas y sombras. Las miradas se
perdían entre el gentío, cayendo por inercia en la inexpresividad de las
pisadas vacías. El aire de aquel lugar ya no era el mismo desde hacía unas
semanas. A lo lejos se oía el aviso para los pasajeros del tren que salía en
breves momentos. Él miró su maleta, tan desordenada, tan indecisa, como lo era
él realmente.
Unos
breves rayos entraban por los ventanales de aquel lugar. Recordaba muy bien
como brillaba el sol en aquellos parajes. Cálido, lleno de fuerza, que inundaba
hasta rebosar, como nunca antes lo había vivido. En su mente continuaba fresca
la primera vez que vio su fachada, sus calles, la risa de sus atardeceres. Se
enamoró de ella en la distancia, como nacen los primeros amores; poco a poco,
casi sin querer. Su ensoñación la interrumpió un nuevo aviso a los pasajeros
del tren que se disponía a partir.
Abrió
la maleta con cuidado de que no se cayesen las sonrisas que poco a poco fue
guardando, los recuerdos fotografiados a cada instante, las miradas que
gritaban lo que solo se atrevía a escribir. Entre las despedidas, quedaba algún
poema sin rimar y un regalo que jamás llegó a encontrar. Al fondo estaban los
primeros besos, y las letras mezcladas con mensajes de amor; del primer amor
Fueron
varios los trenes que unieron sus vidas durante el breve instante que dura la
felicidad, el sabor a pulsaciones aceleradas, el tambaleo de unos pasos hacia
el futuro. El ir y venir de sentimientos encontrados, que tan pronto como
chocaron, empezaron a buscarse, pero no de manera recíproca. Fue la huida del
gato tras el ratón, el te quiero que no hallaba receptor. Y así pasó él los
crueles días de invierno, llorando la soledad de su propio hogar. Pensando en
el fracaso de su existencia, suplicando regresar a las tierras lejanas; donde
el tiempo se quema entre dos cuerpos abrazados, que pasean en busca de sus
sombras. Pero llegó la primavera, traicionera y burlona, que moriría en un
verano cálido y lleno de espejismos. Pero fue, en aquellos últimos días de
verano, cuando las hojas de los árboles comenzaron a caer. El pasado pintó las
paredes de las estaciones, convirtiéndose en un amargo golpear de emociones que
creyó desterradas. Sin embargo, tanto se alejaron que se encontraron por la
espalda, abrazados, sonriendo, queriéndose más que nunca; o tal vez no. Y así
volvieron los viajes, los trenes y las estaciones. Y así volvieron a consumirse
día a día los kilómetros que los separaban, cayendo por cada uno 78 lágrimas
secas, evaporando el caudal de los sentimientos.
–Último
aviso para los viajeros del tren con destino– La vida, aunque caprichosa,
siempre prepara el mejor camino posible, y a él, que vivía permanentemente en
la estación, le esperaba un tren con destino. Su destino, el de él, que tan
solo era un corazón rebelde que pertenecía a un escritor mediocre que se
desangra en estas líneas, era desenamorarse locamente, por primera vez; allí
donde duele. Para así, más tarde, encontrar al ángel que cuidase sus
pesadillas, a la pluma que completaba sus trazos en el papel, ella por quien
dotó de contenido las lágrimas derramadas.
Aquel
corazón tomó el tren con destino, que le llevaría a la felicidad; y allí donde
creyó que tendría final, solo era una parada –necesaria– en el camino. Dejó, en
el banco donde esperaba impaciente, olvidada la maleta que portaba consigo,
tomando antes con él todos los errores que hasta entonces portó a
regañadientes, para poder hacer sonreír al corazón de la mujer que se encontró,
sin querer, en el andén final.
Drizzt Beleren
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