lunes, 13 de octubre de 2014

Último aviso

El otoño viajaba en los abrigos con olor a armario que portaban los pasajeros que se entrecruzaban en un laberinto de sueños, prisas y sombras. Las miradas se perdían entre el gentío, cayendo por inercia en la inexpresividad de las pisadas vacías. El aire de aquel lugar ya no era el mismo desde hacía unas semanas. A lo lejos se oía el aviso para los pasajeros del tren que salía en breves momentos. Él miró su maleta, tan desordenada, tan indecisa, como lo era él realmente.

Unos breves rayos entraban por los ventanales de aquel lugar. Recordaba muy bien como brillaba el sol en aquellos parajes. Cálido, lleno de fuerza, que inundaba hasta rebosar, como nunca antes lo había vivido. En su mente continuaba fresca la primera vez que vio su fachada, sus calles, la risa de sus atardeceres. Se enamoró de ella en la distancia, como nacen los primeros amores; poco a poco, casi sin querer. Su ensoñación la interrumpió un nuevo aviso a los pasajeros del tren que se disponía a partir.

Abrió la maleta con cuidado de que no se cayesen las sonrisas que poco a poco fue guardando, los recuerdos fotografiados a cada instante, las miradas que gritaban lo que solo se atrevía a escribir. Entre las despedidas, quedaba algún poema sin rimar y un regalo que jamás llegó a encontrar. Al fondo estaban los primeros besos, y las letras mezcladas con mensajes de amor; del primer amor

Fueron varios los trenes que unieron sus vidas durante el breve instante que dura la felicidad, el sabor a pulsaciones aceleradas, el tambaleo de unos pasos hacia el futuro. El ir y venir de sentimientos encontrados, que tan pronto como chocaron, empezaron a buscarse, pero no de manera recíproca. Fue la huida del gato tras el ratón, el te quiero que no hallaba receptor. Y así pasó él los crueles días de invierno, llorando la soledad de su propio hogar. Pensando en el fracaso de su existencia, suplicando regresar a las tierras lejanas; donde el tiempo se quema entre dos cuerpos abrazados, que pasean en busca de sus sombras. Pero llegó la primavera, traicionera y burlona, que moriría en un verano cálido y lleno de espejismos. Pero fue, en aquellos últimos días de verano, cuando las hojas de los árboles comenzaron a caer. El pasado pintó las paredes de las estaciones, convirtiéndose en un amargo golpear de emociones que creyó desterradas. Sin embargo, tanto se alejaron que se encontraron por la espalda, abrazados, sonriendo, queriéndose más que nunca; o tal vez no. Y así volvieron los viajes, los trenes y las estaciones. Y así volvieron a consumirse día a día los kilómetros que los separaban, cayendo por cada uno 78 lágrimas secas, evaporando el caudal de los sentimientos.

–Último aviso para los viajeros del tren con destino– La vida, aunque caprichosa, siempre prepara el mejor camino posible, y a él, que vivía permanentemente en la estación, le esperaba un tren con destino. Su destino, el de él, que tan solo era un corazón rebelde que pertenecía a un escritor mediocre que se desangra en estas líneas, era desenamorarse locamente, por primera vez; allí donde duele. Para así, más tarde, encontrar al ángel que cuidase sus pesadillas, a la pluma que completaba sus trazos en el papel, ella por quien dotó de contenido las lágrimas derramadas.

Aquel corazón tomó el tren con destino, que le llevaría a la felicidad; y allí donde creyó que tendría final, solo era una parada –necesaria– en el camino. Dejó, en el banco donde esperaba impaciente, olvidada la maleta que portaba consigo, tomando antes con él todos los errores que hasta entonces portó a regañadientes, para poder hacer sonreír al corazón de la mujer que se encontró, sin querer, en el andén final.



Drizzt Beleren

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